EL PENSAMIENTO ECOLOGIZADO
Por Edgar Morin
CNRS, París
1. La conciencia ecológica
La ecología es una disciplina científica que se creó, a finales del siglo XIX, con el biólogo alemán Haeckel; en 1935, el botánico inglés Tansley concibió la noción central que distinguió el tipo de objeto de esta ciencia de los de las otras disciplinas científicas: el ecosistema. En 1969, se produjo en California una unión entre la ecología científica y la toma de conciencia de las degradaciones del medio natural, no sólamente locales (lagos, ríos, ciudades), sino en lo sucesivo globales (oceános, planeta), que afectan a los alimentos, los recursos, la salud, el psiquismo de los mismos seres humanos. Se produjo, así, un paso desde la ciencia ecológica a la conciencia ecológica.
Además, se realizó la unión entre la conciencia ecológica y una versión moderna del sentimiento romántico de la naturaleza que se había desarrollado, principalmente en la juventud, durante los años 60. Este sentimiento romántico encontró en el mensaje ecologista su justificación racional.
Hasta entonces, todo «retorno a la naturaleza» había sido percibido en la historia occidental moderna como irracional, utópico, en contradicción con las evoluciones «progresivas». De hecho, la aspiración a la naturaleza no expresa sólamente el mito de un pasado natural perdido; expresa también las necesidades, hic et nunc, de los seres que se sienten vejados, atormentados, oprimidos en un mundo artificial y abstracto. La reivindicación de la naturaleza es una de las reivindicaciones más personales y más profundas, que nace y se desarrolla en los medios urbanos cada vez más industrializados, tecnificados, burocratizados, cronometrados.
Durante los años 1969-1972, la conciencia ecológica suscita una profecía de tonos apocalípticos. Anuncia que el crecimiento industrial conduce a un desastre irreversible, no sólamente para el conjunto del medio natural, sino también para la humanidad. Es necesario considerar como histórico el año 1972, el del informe Meadows encargado por el Club de Roma y que sitúa el problema en su dimensión planetaria. Es verdad que sus métodos de cálculo fueron simplistas, pero el objetivo del informe Meadows constituía un primer esfuerzo por considerar en conjunto el devenir humano y el biológico a escala planetaria. Del mismo modo, los primeros mapas establecidos en la Edad Media por los navegantes árabes comportaban enormes errores en la situación y la dimensión de los continentes, pero constituían el primer esfuerzo para concebir el mundo.
La profecía ecologista de los años 70 se ha autodestruido parcialmente: la difusión bastante rápida de la conciencia de las contaminaciones, degradaciones locales o provinciales desencadenó la puesta en práctica de dispositivos jurídicos y técnicos que, de algún modo, han atenuado y ralentizado el proceso cataclísmico. Pero una buena profecía suscita, justamente, las reacciones y las luchas que evitan la catástrofe que predice. Sin embargo, quince años más tarde, diversos accidentes espectaculares, como los de Seveso y Chernóbil, la han verificado, y se ha lanzado ya la alerta máxima sobre la biosfera.
Desde ahora, con la distancia, podemos ver mejor lo que había de secundario y de esencial en la toma de conciencia ecológica. Lo que era secundario, y que algunos tomaron por lo principal, era la alerta energética. Muchos espíritus de la primera ola ecológica creyeron que los recursos energéticos del globo se iban a dilapidar muy rápidamente. De hecho, las potencialidades ilimitadas de energía nuclear y de energía solar indican que la amenaza fundamental no es la penuria energética. El segundo error fue creer que la naturaleza requería una especie de equilibrio ideal estático que era necesario respetar o restablecer. Se ignoraba que los ecosistemas y la biosfera tienen una historia, hecha de rupturas de equilibrios y de reequilibraciones, de desorganizaciones y de reorganizaciones.
Pero, entonces, ¿qué había de importante en la conciencia ecológica? Lo importante es (vamos a verlo): 1) la reintegración de nuestro medio ambiente en nuestra conciencia antropológica y social, 2) la resurrección ecosistémica de la idea de Naturaleza, 3) la decisiva aportación de la biosfera a nuestra conciencia planetaria.
Volvamos a la noción de ecosistema. El ecosistema significa que, en un medio dado, las instancias geológicas, geográficas, físicas, climatológicas (biotopo) y los seres vivos de todas clases, unicelulares, bacterias, vegetales, animales (biocenosis), inter-retro-actúan los unos con los otros para generar y regenerar sin cesar un sistema organizador o ecosistema producido por estas mismas inter-retro-acciones. Dicho de otro modo, las interacciones entre los seres vivientes son, no sólamente de devoración, de conflicto, de competición, de concurrencia, de degradación y depredación, sino también de interdependencias, solidaridades, complementariedades. El ecosistema se autoproduce, se autorregula y se autoorganiza de manera tanto más notable cuanto que no dispone de centro de control alguno, de cabeza reguladora alguna, de programa genético alguno. Su proceso de autorregulación integra la muerte en la vida, la vida en la muerte.
Es el famoso ciclo trófico en el cual, efectivamente, la muerte y la descomposición de los grandes predadores alimentan no sólo a animales carroñeros, no sólo a una multitud de insectos necrófagos, sino también a bacterias; éstas van a fertilizar los suelos; las sales minerales procedentes de las descomposiciones van a alimentar a las plantas a través de las raíces; éstas mismas plantas van a alimentar a los animales vegetarianos, los cuales van a alimentar a los animales carnívoros, etc. De este modo, la vida y la muerte se sustentan la una a la otra según la formula de Heráclito: «Vivir de muerte, morir de vida». Es necesario maravillarse de esta asombrosa organización espontánea, pero es también preciso no idealizarla, pues es la muerte quien regula todos los excesos de nacimientos y todas las insuficiencias de alimento. La Madre Naturaleza es al mismo tiempo una Madrastra.
Podemos preguntarnos si los ecosistemas no son una especie de computers, ordenadores salvajes que se crean espontáneamente a partir de las inter-computaciones entre los vivientes, los cuales (bacterias, animales) son todos seres cuya organización comporta siempre una dimensión computante y su actividad una dimensión cognitiva. Incluso las plantas poseen estrategias; algunas, por ejemplo, se esfuerzan en luchar unas contra otras por el espacio y la luz; así, los rábanos secretan unas sustancias nocivas para alejar a las otras plantas de su vecindad; los árboles se empujan en los bosques para buscar el sol; las flores disponen de estrategias para atraer a los insectos libadores. Existen incesantes fenómenos de intercomputaciones y de intercomunicaciones que, a mi parecer, establecen una entidad computante global. Al igual que el mercado económico es una especie de ordenador numérico espontáneo nacido de miríadas de cálculos y computaciones individuales, que regula retroactivamente estos cálculos y computaciones, del mismo modo las intercomputaciones entre los seres vivientes crean una especie de supercomputación (no numérica) que regula las mismas interacciones. Ésta es la única forma de comprender porqué son tantas las flores que, comenzando por las orquídeas, utilizan estrategias de atracción, de adorno, de seducción para con los insectos, de manera que éstos vengan a libar su polen, y de comprender también porqué los mismos insectos acudan a estas plantas. Muchas complementariedades podrían comprenderse concibiendo el ecosistema como una especie de ser natural espontáneo, con miles de millones de cabezas, de miembros, que se alimenta devorándose a sí mismo. Tal vez ocurre lo mismo en la biosfera, ecosistema supremo que contiene y engloba los ecosistemas de nuestro planeta. De todos modos, las nociones de ecosistema y de biosfera son extremadamente ricas y complejas e introducen sus riquezas y sus complejidades en la idea, hasta ahora sólamente romántica, de Naturaleza.
Hasta una época reciente, todas las ciencias recortaban arbitrariamente su objeto en el tejido complejo de los fenómenos. La ecología es la primera ciencia que trata del sistema global constituido por constituyentes físicos, botánicos, sociológicos, microbianos, cada uno de los cuales depende de una disciplina especializada. El conocimiento ecológico necesita una policompetencia en estos diferentes dominios y, sobre todo, una aprehensión de las interacciones y de su naturaleza sistémica. Los éxitos de la ciencia ecológica nos muestran que, contrariamente al dogma de la hiperespecialización, hay un conocimiento organizacional global, que es el único capaz de articular las competencias especializadas para comprender las realidades complejas. Además, el diagnóstico de un mal ecológico apela, no a una acción destructora sobre un blanco, sino a una acción reguladora sobre una interacción; así, se interviene ecológicamente contra un patógeno, no mediante el empleo masivo de pesticidas que, para destruir la especie considerada como nefasta, van a destruir la mayoría de las otras especies, sino mediante la introducción en el medio de una especie antagonista a la especie peligrosa, lo que va a permitir regular el ecosistema amenazado.
Estamos, pues, en presencia de una ciencia de nuevo tipo, sustentada sobre un sistema complejo, que apela a la vez a las interacciones particulares y al conjunto global, que, además, resucita el diálogo y la confrontación entre los hombres y la naturaleza, y permite las intervenciones mutuamente provechosas para unos y otra.
2. El pensamiento ecologizado
Examinemos ahora el aspecto paradigmático del pensamiento ecologizado. Doy al término «paradigma» el siguiente sentido: la relación lógica entre los conceptos maestros que gobiernan todas las teorías y discursos que dependen de él. Así, el gran paradigma que ha regido la cultura occidental durante los siglos XVII al XX desune el sujeto y el objeto, el primero remitido a la filosofía, el segundo a la ciencia, y, en el marco de este paradigma, todo lo que es espíritu y libertad depende de la filosofía, todo lo que es material y determinista depende de la ciencia. Es en este mismo marco donde se produce la disyunción entre la noción de autonomía y la de dependencia. La autonomía carece de toda validez en el marco del determinismo científico y, en el marco filosófico, expulsa la idea de dependencia. Ahora bien, el pensamiento ecologizado debe necesariamente romper este paradigma y referirse a un paradigma complejo en el que la autonomía de lo viviente, concebido como ser auto-eco-organizador, es inseparable de su dependencia.
El organismo de un ser viviente (auto-eco-organizador) trabaja sin cesar, pues degrada su energía para automantenerse; tiene necesidad de renovar ésta alimentándose en su medio ambiente de energía fresca y, de este modo, depende de su medio ambiente. Así, tenemos necesidad de la dependencia ecológica para poder asegurar nuestra independencia. La relación ecológica nos conduce muy rápidamente a una idea aparentemente paradójica: la de que, para ser independiente, es necesario ser dependiente; cuanto más se quiere ganar independencia, más es necesario pagarla mediante la dependencia. Así, nuestra autonomía material y espiritual de seres humanos depende, no sólamente de alimentos materiales, sino también de alimentos culturales, de un lenguaje, de un saber, de mil cosas técnicas y sociales. Cuanto más sea capaz nuestra cultura de permitirnos el conocimiento de culturas extranjeras y de culturas pasadas, más posibilidades tendrá nuestro espíritu de desarrollar su autonomía.
Más profundamente, la auto-eco-organización significa que la organización del mundo exterior está inscrita en el interior de nuestra propia organización viviente. Así, el ritmo cósmico de la rotación de la Tierra sobre sí misma, que hace alternar el día y la noche, se encuentra, no sólamente en el exterior de nosotros, sino también en nuestro interior, en forma de un reloj biológico interno; éste determina nuestro ritmo noctidiurno autónomo, el cual manifiesta su periodicidad en un sujeto humano que viva encerrado en una cueva. Así mismo, el ritmo de las estaciones está inscrito en el interior de los organismos vegetales y animales. Algunas plantas comienzan a secretar su sabia a partir del incremento de la duración del día, otras a partir de la intensificación de la luz solar. Para la mayor parte de los animales, la primavera desencadena los apareamientos. Dicho de otro modo, el ritmo cósmico externo de las estaciones es un ritmo que se encuentra en el interior de los seres vivos y nosotros mismos hemos integrado en el interior de nuestras sociedades la organización del tiempo solar o lunar que es el de nuestro calendario y el de nuestras fiestas. Así, el mundo está en nosotros al mismo tiempo que nosotros estamos en el mundo.
Aquí es donde debemos abandonar totalmente la concepción insular del hombre. No somos extra-vivientes, extra-animales, extra-mamíferos, extra-primates. No estamos separados de los primates, nos hemos convertido en super-primates al desarrollar cualidades esporádicas o sólo incoadas en los simios, como el bipedismo, la caza y el uso de instrumentos. No estamos separados de los mamíferos, somos super-mamíferos marcados para siempre por nuestra relación íntima, caliente, intensa de ser inacabado, no sólamente en el nacimiento, sino hasta la muerte, con nuestra madre, así como por la relación entre los hermanos y hermanas de camada, fuentes del amor, del afecto, de la ternura, de la fraternidad humanas. Somos super-mamíferos, super-vertebrados, super-animales, super-vivientes. Esta idea fundamental significa de golpe que, no sólamente la organización biológica, animal, mamífera, etc., se encuentra en la naturaleza en el exterior de nosotros, sino que también se encuentra en nuestra naturaleza, en nuestro interior.
Como todos los seres vivientes, somos también seres físicos. Estamos constituidos por macro-moléculas complejas que se formaron en una época pre-biótica de la tierra: los átomos de carbono de estas moléculas, necesarias para la vida, se formaron del encuentro entre núcleos de helio en el crisol de soles que precedieron al nuestro. En fin, todas las partículas que se ligaron en helio datan de los primeros segundos del universo. Así, no sólamente estamos en un mundo físico: este mundo físico, en su organización físico-química, está constitutivamente en nosotros. He aquí, pues, un principio fundamental del pensamiento ecologizado: no sólo no se puede separar un ser autónomo (Autos) de su hábitat cosmofísico y biológico (Oikos), sino que también es necesario pensar que Oikos está en Autos sin que por ello Autos deje de ser autónomo y, en lo que concierne al hombre, éste es relativamente extranjero en un mundo que, no obstante, es el suyo. En efecto, somos íntegramente hijos del cosmos. Pero, por la evolución, por el desarrollo particular de nuestro cerebro, por el lenguaje, por la cultura, por la sociedad, hemos llegado a ser extraños al cosmos, nos hemos distanciado de este cosmos y nos hemos marginado de él.
Para comprender nuestra situación, tomaré la parábola del matemático Spencer-Brown. El decía, poco más o menos: «Supongamos que el universo quisiera tomar conciencia de sí mismo. ¿Qué haría? Pues bien, el universo estaría obligado a desgajar de sí mismo una especie de pedúnculo, una especie de tentáculo que alejaría de manera que pudiese mirarse a sí mismo. Pero, en el momento en que este brazo se aleja, en que la extremidad de este brazo se vuelve sobre el universo para mirarlo, deja de formar parte de él verdaderamente y se le vuelve extraño. Así, el universo fracasa en conocerse ahí donde ha tenido éxito; en el momento en que ha logrado conocerse, es demasiado tarde: el que lo conoce se ha autonomizado de él, de alguna manera.» Esta parábola traduce nuestra situación. Algunos han pensado definir al hombre por la disyunción y oposición a la naturaleza; otros han pensado definirlo por integración en la naturaleza. Ahora bien, debemos definirnos a la vez por la inserción mutua y por nuestra distinción con respecto a la naturaleza. Vivimos esta paradójica situación.
Hemos llegado al momento histórico en que el problema ecológico nos demanda tomar conciencia a la vez de nuestra relación fundamental con el cosmos y de nuestra extrañeza. Toda la historia de la humanidad es una historia de interacción entre la biosfera y el hombre. El proceso se intensificó con el desarrollo de la agricultura, que ha modificado profundamente el medio natural. Cada vez más, se ha creado una especie de dialógica (relación a la vez complementaria y antagonista) entre la esfera antroposocial y la biosfera. El hombre debe dejar de actuar como un Gengis Jan del arrabal solar. Debe considerarse, no como el pastor de la vida, sino como el copiloto de la naturaleza. Desde ahora, la conciencia ecológica requiere un doble pilotaje: uno, profundo, que viene de todas las fuentes inconscientes de la vida y del hombre, y otro, que es el de nuestra inteligencia consciente.
3. La reforma paradigmática
La conciencia ecológica puede ser fácil cuando se trata de perjuicios, de daños: ahí está Chernóbil, aquí Seveso, aquí una catástrofe. Pero el pensamiento ecologizado es muy difícil porque contradice principios de pensamiento que han arraigado en nosotros desde la escuela elemental donde nos enseñan a realizar cortes y disyunciones en el complejo tejido de lo real, a aislar disciplinas sin poder asociarlas posteriormente. Luego, se nos convence de que estamos condenados a la clausura de las disciplinas, que su aislamiento es indispensable, cuando hoy las ciencias de la Tierra y la ecología muestran que es posible una reasociación disciplinaria. De algún modo, estamos gobernados por un paradigma que nos constriñe a una visión separada de las cosas; estamos habituados a pensar al individuo separado de su entorno y de su habitus, estamos habituados a encerrar las cosas en sí mismas como si no tuviesen un entorno. El método experimental ha contribuido a desecologizar las cosas. Extrae un cuerpo de su entorno natural, lo coloca en un entorno artificial que es controlado por el experimentador, lo que le permite someter este cuerpo a pruebas que determinen sus reacciones bajo diversas condiciones. Pero hemos adquirido el hábito de creer que el único conocimiento fiable era aquel que surgía en los entornos artificiales (experimentales), mientras que lo que ocurría en los entornos naturales no era interesante porque no se podían aislar las variables y los factores. Ahora bien, el método experimental se ha revelado estéril o perverso cuando se ha querido conocer a un animal por su comportamiento en laboratorio y no en su medio natural con sus congéneres. Así, el método de laboratorio ha sido incapaz de llegar a las constataciones capitales efectuadas mediante la observación de los chimpancés en su ecosistema. En éste, nos hemos dado cuenta de que los chimpancés eran omnívoros, inventivos, capaces de fabricar instrumentos, de practicar la caza; nos hemos dado cuenta de que eran seres complejos, muy diversos en carácter e inteligencia; nos hemos dado cuenta de que no había incesto entre la madre y el hijo, cuando se creía que el no incesto era propio del hombre. Dicho de otro modo, la observación de los seres en su entorno natural ha permitido descubrir su naturaleza propia, mientras que el método de aislamiento destruía la inteligibilidad de su vida. Todo lo que aísla un objeto destruye su realidad misma. No se trata simplemente de decir «los seres humanos, los seres vivos no son cosas»; hace falta añadir que las mismas cosas no son cosas, es decir, objetos cerrados.
Es necesario dejar de ver al hombre como un ser sobre-natural. Es preciso abandonar el proyecto de conquista y posesión de la naturaleza, formulado a la vez por Descartes y Marx. Este proyecto ha llegado a ser ridículo a partir del momento en que nos hemos dado cuenta de que el inmenso cosmos permanece fuera de nuestro alcance. Ha llegado a ser delirante a partir del momento en que nos hemos dado cuenta de que es el devenir prometeico de la tecnociencia el que conduce a la ruina de la biosfera y por ello al suicidio de la humanidad. La divinización del hombre debe cesar. Ciertamente, nos es necesario valorar al hombre, pero hoy sabemos que sólo podemos valorar verdaderamente al hombre si valoramos también la vida, y que el respeto profundo hacia el hombre pasa por el respeto profundo hacia la vida. La religión del hombre insular es una religión inhumana.
Lo que hay que cambiar ahora es el principio fundamental de nuestro pensamiento. De un lado, la presión de complejidad de los acontecimientos, la urgencia y la amplitud del problema ecológico nos impelen a cambiar nuestros pensamientos, pero es necesario también que por nuestra parte haya un impulso interior que apunte a modificar los principios mismos de nuestro pensamiento.
4. La convergencia planetaria
Llegamos aquí al problema planetario. El aspecto meta-nacional y planetario del problema ecológico apareció desde los años 1969-1972. La amenaza ecológica ignora las fronteras nacionales. La contaminación química del Rin afecta a Suiza, Francia, Alemania, los Países Bajos, los rivereños del mar del Norte. Hemos visto la extrema insolencia de la nube de Chernóbil: no sólo no respetó las estados nacionales, las fronteras francesas, la Europa del Oeste, sino que incluso desbordó nuestro continente. El problema Chernóbil, en su naturaleza planetaria, se junta con el problema del aumento del CO2 en la atmósfera, del agujero de ozono sobre la Antártida.
Los problemas fundamentales son planetarios, y una amenaza de orden planetario planea ya sobre la humanidad. Debemos pensar en términos planetarios no sólamente con respecto a los males que nos amenazan, sino también con respecto a los tesoros ecológicos, biológicos y culturales que hay que salvaguardar: la selva amazónica es un tesoro biológico de la humanidad que hay que preservar, como, en otro plano, hay que preservar la diversidad animal y vegetal, y como hay que preservar la diversidad cultural, fruto de experiencias multimilenarias que, lo sabemos hoy, es inseparable de la diversidad ecológica. Más rápidamente y más intensamente que todas las otras tomas de conciencia contemporáneas, las tomas de conciencia ecológicas nos obligan a no abstraer nada del horizonte global, a pensarlo todo en la perspectiva planetaria.
Al mismo tiempo, nos vemos llevados a replantear el problema del desarrollo rechazando la noción tan grosera y tan bárbara que ha reinado largo tiempo, cuando se creía que la tasa de crecimiento industrial significaba desarrollo económico y que el desarrollo económico significaba desarrollo humano, moral, mental, cultural, etc. (cuando, en nuestras civilizaciones llamadas desarrolladas, existe un atroz subdesarrollo cultural, mental, moral y humano). Se ha querido prescribir este modelo a los países del tercer mundo. El término desarrollo debe ser enteramente repensado y complejizado. Estamos en el momento en que el problema ecológico se vincula con el problema del desarrollo de las sociedades y de la humanidad entera.
La humanidad está en la biosfera, de la que forma parte. La biosfera está en derredor del planeta Tierra, del que forma parte. Hace pocos años, James Lovelock propuso la hipótesis Gaia: la Tierra y la biosfera constituyen un conjunto regulador que lucha y resiste por sí mismo contra los excesos que amenazan con degradarlo. Esta idea puede pasar por la versión eufórica del ecologismo, con respecto a la versión pesimista del Club de Roma. Así, por ejemplo, Lovelock piensa que Gaia dispone de regulaciones naturales contra el aumento del dióxido de carbono en la atmósfera y que encontrará por sí misma medios naturales para luchar contra los agujeros de ozono aparecidos en los polos. Sin embargo, ningún sistema, ni siquiera el mejor regulado, es inmortal, y un organismo autorreparador y autorregenerador muere si un veneno lo toca en su punto débil. Es el problema del talón de Aquiles. También la biosfera, ser vivo, aun si no es tan frágil como podríamos creer, puede ser herida de muerte por el ser humano.
La idea Gaia re-personaliza la Tierra. Y esto es tanto más interesante cuanto que, desde hace veinte años, es todo el planeta Tierra el que aparece como un ser vivo, no en el sentido biológico, con un ADN, un ARN, etc., sino en el sentido autoorganizador y autorregulador de un ser que tiene su historia, es decir que se forma y se transforma manteniendo su identidad. Las ciencias de la Tierra confluyeron en los años 60 en una concepción sistémica de la unidad compleja del planeta Tierra. Estas múltiples ciencias (climatología, meteorología, vulcanología, sismología, geología, etc.) no se comunicaban unas con otras. Ahora bien, las exploraciones de la tectónica de placas submarinas resucitaron la idea de deriva de los continentes que había lanzado Wegener a principios de siglo y revelaron que el conjunto de la Tierra constituía un sistema complejo animado por movimientos y transformaciones múltiples. Así, hay un sistema organizado llamado «Tierra», hay una biosfera que tiene su autorregulación y su autoorganización. Podemos asociar la Tierra física y la Tierra biológica y considerar, en su complejidad misma, la unidad de nuestro planeta.
Esta unidad del planeta se había reconstituido a escala humana tras el descubrimiento de América. Cristóbal Colón hizo entrar a la humanidad en la era planetaria. Desde esta época, la humanidad, en diáspora durante sesenta mil años de evolución, se ha encontrado en una intercomunicación cada vez más estrecha. Para lo mejor y lo peor, todo lo que sucede en una parte del globo tiene un alcance planetario. Cada vez más, todo devenir local está en inter-retro-acción en y con el contexto planetario global. Pero, al mismo tiempo que se han multiplicado nuevas solidaridades, se han multiplicado igualmente los antagonismos y los avasallamientos. En este sentido, estamos aún en «la edad de hierro de la era planetaria».
En fin, en esos años 60-70 en los que hemos visto a la vez el despliegue de la ciencia y de la conciencia ecológica, el despegue de las ciencias de la Tierra, la pérdida del absoluto y de la salvación terrestre, la conciencia, en fin, de la itin-errancia humana los descubrimientos astrofísicos nos hacen descubrir un cosmos inaudito, en el que la Vía Láctea no es más que una pequeña galaxia de arrabal, en la que la misma Tierra no es más que una micra perdida. La historia humana, sobre el planeta Tierra, no está ya teleguiada por Dios, la Ciencia, la Razón, las Leyes de la historia. Nos hace reencontrar el sentido griego del término «planeta»: astro errante.
Sabemos desde ahora que el pequeño planeta perdido es más que un hábitat: es nuestra casa, home, Heimat, es nuestra matria y, más aún, es nuestra Tierra patria. Hemos aprendido que llegaremos a ser humo en los soles e hielo en los espacios. Desde luego, podremos irnos, viajar, colonizar otros mundos. Pero es aquí, en nuestra casa, donde están nuestras plantas, nuestros animales, nuestras muertes, nuestras vidas. Necesitamos conservar, necesitamos salvar la Tierra patria.
Es en estas condiciones como puede operarse en nosotros la convergencia de verdades llegadas de los más diversos horizontes, unas de las ciencias, otras de las humanidades, otras de la fe, otras de la ética, otras de nuestra conciencia de vivir la edad de hierro planetaria.
Desde ahora, es sobre esta Tierra perdida en el cosmos astrofísico, esta Tierra «sistema vivo» de las ciencias de la Tierra, esta biosfera-Gaia, donde puede concretarse la idea humanista de la era de las Luces, que reconocía la misma cualidad a todos los hombres, y esta idea humanista puede aliarse con el sentimiento de la naturaleza de la era romántica, que reencontraba la relación umbilical y nutricia con la Tierra-Madre. Al mismo tiempo, podemos hacer converger la conmiseración budista hacia todos los seres vivos, el fraternalismo cristiano y el fraternalismo internacionalista, heredero laico y socialista del cristianismo, en una nueva conciencia planetaria de solidaridad, que debe vincular a los humanos entre sí y con la naturaleza terrestre.
Nota. Este texto fue recopilado en: E. Morin, G. Bocchi y M. Ceruti, Un nouveau commencement, París, Seuil, 1991: 179-193. Publicado por primera vez en Le Monde diplomatique, octubre 1989. Resumen y traducción de José Luis Solana Ruiz, Departamento de Filosofía del Derecho, Moral y Política de la Universidad de Granada. Agradecemos a Edgar Morin su amable autorización para traducir y publicar el texto.
Edgar Morin. Director Honorario de Investigaciones del CNRS, París, Francia.
Resumen
El pensamiento ecologizado
Lo esencial de la consciencia ecológica reside en la reintegración de nuestro medio ambiente en nuestra consciencia antroposocial y en la complejización de la idea de naturaleza a través de las ideas de ecosistema y de biosfera. Al ocuparse de ecosistemas formados por constituyentes físicos, biológicos y sociales dependientes, cada uno, de disciplinas especializadas, la ecología constituye «una ciencia de nuevo tipo» que, contrariamente al dogma de la hiperespecialización que ha regido el desarrollo de las disciplinas científicas, exige un saber global competente en diferentes dominios. El pensamiento ecologizado posee un «aspecto paradigmático», pues rompe con el paradigma de simplificación y disyunción y requiere un paradigma complejo de la auto-eco-organización. En el ámbito de la antropología, este paradigma rehúye la concepción «extra-viviente» del ser humano y define a éste por su inserción (somos íntegramente seres bio-físicos) a la vez que por su distinción (distanciamiento bio-socio-cultural a través del proceso evolutivo) con respecto a la naturaleza. En virtud del principio auto-eco-organizacional complejo, no se puede separar un ser autónomo (autos) de su hábitat bio-físico (oikos), a la par que oikos está en el interior de autos sin que por esto autos cese de ser autónomo. La auto-eco-organización propia de los seres vivos significa que la organización físico-cósmica del mundo exterior está inscrita en el interior de nuestra propia organización viviente. Finalmente, Morin insiste sobre la dimensión planetaria de los principales problemas ecológicos.
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