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PANORAMA INTERNACIONAL
Cambio climático: danzando
en la cubierta de un Titanic
Bush reconoce ahora el recalentamiento global del planeta por las emisiones de gases, de las que EE.UU. es principal responsable.
Oscar Raúl Cardoso
clarín SABADO 27 ENE 2007
En un tramo de su novela, Doctor Zhivago, Boris Pasternak añora la antigüedad diciendo que era una época "en la que la naturaleza aun no había sido eclipsada por el hombre". Esa naturaleza, agrega, solía "golpear el ojo tan claramente y prender por el cuello con tal fuerza que quizá, sí, estuviera repleta de dioses".
Hoy es aun más fácil de entender esa añoranza del poeta ruso cuando los ecosistemas parecen estar enloqueciendo, con prisa y sin pausa, haciendo creíble la presunción del agnóstico; que toda deidad, si existió alguna vez, está muerta.
En los últimos años sobre todo, la puja por terminar con ese eclipse ha crecido casi reproduciendo los parámetros geográficos de la puja global por la desigualdad: es el sur del planeta, cuyos medios limitados de producción le permiten contaminar poco, contra el norte desarrollado subsumido en su propia prosperidad y renuente a sacrificar hasta los símbolos más superficiales de ese bienestar.
Aparentemente ciego y sordo a lo que es evidente en todas partes, desde la nueva generación de híper-tormentas —como el Huracán Katrina—, pasando por el acelerado y alarmante deshielo de los polos, hasta los extraños cambios climáticos, como el de este año en Europa, en que a comienzos del invierno boreal y con apenas unas horas de diferencia, la gente siguió colonizando las playas para luego correr a refugiarse de la nieve y el frío extremo.
En el vértice de lo que esconden las demandas de la naturaleza agredida está por cierto Estados Unidos —el mayor responsable de la polución del aire del planeta—, un país obsesionado por la combustión continua de fuentes energéticas fósiles, en especial el petróleo, aun cuando dentro de sus fronteras tiene solo el 3% de las reservas internacionales comprobadas.
La administración de George W. Bush es quizá —como en otras cosas— el mejor ejemplo de la estupidez supina de esa obsesión que persiste en condenar el futuro conjunto mientras sigue danzando en la cubierta de un Titanic ecológico.
Pero las cosas parecen a punto de cambiar y, quizá, para mejor. En su último informe al Congreso sobre el estado de la nación, Bush reconoció, por primera vez desde que llegó a la Casa Blanca, que existe un problema de recalentamiento global del planeta por las emisiones de gases.
En 2001 Bush trató el pronóstico que suscriben miles de científicos sobre el acelerado deterioro de la naturaleza con desdén —como si fuese un engaño— y solo dijo que había que buscar nuevas fuentes para alimentar la adicción.
Un año después propuso aumentar la extracción en territorio estadounidense para depender menos de la importación y recién el año pasado admitió que la sociedad que preside había desarrollado una adicción al petróleo, aunque sin señalar un camino para superarla. En 2003 aseguró que cada niño nacido ese año tendría un automóvil impulsado por hidrógeno cuando llegara a la adultez.
Cualquier oquedad parecía buena si se trataba de ocultar la realidad. Lo cierto es que cuando Bush asumió por primera vez la Presidencia, su país importaba once millones de barriles de petróleo diariamente y en la segunda semana del 2007 estaba comprando catorce millones de unidades diarias en el exterior.
Este año la tonada presidencial cambió sustancialmente, aunque hasta ahora solo en la retórica. Bush no solo admitió la existencia del problema global sino que propuso medidas para reducir la dependencia estadounidense del petróleo en un 20% durante los próximos diez años.
¿Demasiado tarde?
El programa que aun está en borrador propone elevar los estándares para la combustión de los automóviles —junto con las plantas de energía eléctrica una de las dos fuentes críticas de polución— y duplicar la producción de etanol, otro combustible alternativo que es aun una promesa rodeada de signos de interrogación. A pesar de las dudas, el etanol se insinúa bien en el horizonte; los estadounidenses han invertido unos 30.000 millones de dólares en su desarrollo, se calcula, durante el año que acaba de terminar.
Con todo, la propuesta de Bush fue juzgada como demasiado poco, demasiado tarde y la mayoría de los análisis sobre su discurso sostienen que el problema quedará en verdad para la administración que seguirá a la suya en 2009. Pero es interesante dar un marco de condiciones objetivas que llevaron al cambio en la retórica de Bush, porque pueden ayudar a entender otras modificaciones a su credo político que quizá deba abrazar en sus últimos tiempos en el poder.
Hay un largo tránsito hecho por lo opinión pública estadounidense en estos años, aunque aun las encuestas la muestren menos preocupada por el tema ambiental que su similar europea. En la campaña de 2000 el rival de Bush, Al Gore —el mismo que ahora recibe elogios por su documental de tono apocalíptico sobre el futuro del planeta— decidió disminuir su énfasis en las cuestiones ambientales por temor a la reacción de los votantes.
Buena parte de las fortunas que han recibido los republicanos en contribuciones para las campañas vino de las arcas de grandes corporaciones hostiles a casi cualquier idea de control ecológico y fueron entregadas en la certeza de que el partido de Bush era el adversario natural de los ecologistas.
Eso fue antes de la tragedia de New Orleans con Katrina y también antes que la guerra en Irak —que desde siempre olió a petróleo— se convirtiera en la tragedia insoluble del presente.
El presidente que hizo las propuestas el pasado 23 es el mismo que cuenta con la aprobación de solo el 33% del electorado y que se ha convertido en el tercer mandatario más criticado desde la II Guerra Mundial. Washington puede haber condenado la promesa del Protocolo de Kyoto, pero Europa se ha sumergido en la tarea de implementar su contenido, algo que sucede igual en California, donde hasta Arnold "Terminator" Schwarzenneger siguió el mismo camino. Quizá los dioses solo hayan estado dormidos en este tema.
Copyright Clarín, 2007.
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